jueves, 2 de abril de 2009

El triunfo de eros

La propuesta de esta semana es escribir un relato erótico. Los ingredientes son los siguientes:

- Dos personajes que sólo se conocían de vista.
- El escaparate de una tienda de lencería.

¡A crear!

6 comentarios:

  1. Te observé desde un rincón de la cafetería mientras doblabas el papel, mientras lo abrías como si abrieras el pan entre tus dedos, hambrienta, incapaz de no verte arrastrada al calor de la miga. Y te deseé en mi lengua. Cómo evitarte. Cómo no dejarme llevar por el olor del pan recién horneado, por el aroma de gardenias de tu cuello desnudo, por tu mirar perdido concentrado en su crearse, por tus manos dibujando palabras en el papel doblado.
    Pensé durante un largo instante que hubiera deseado tu tacto de papel en mis manos de agua. Y jugarte con el fervor de un niño. Y abrir el envoltorio de tus deseos para llenar mi boca con la tibieza de tu miga. Te deseé en mi lengua. Tal vez creí por un momento que iba a hallar en tu piel el sabor del tiempo, amargamente dulce, descorazonadoramente embriagador, océano pura. Cómo no desear beberte a tragos cortos. Cómo no desear tu lengua dibujando palabras en mi piel.
    Creo que fue la primera vez que nos vimos, desconocidos entonces, y aún ahora, después de tantos desencuentros, de haber reído juntos, de habernos saciado de besos y caricias sin rumbo, de haber abierto entre las manos la pulpa del tiempo.
    Aquella mañana que recuerdo ahora mientras trato de escuchar el latir de tu piel en este papel que emborrono desnudo y ebrio de luz, de repente, me miraste. Y tus labios parecían hablar. Y yo quise beberte, beberme las palabras que iba imaginando en tu lengua. Tus ojos sonreían, maga. Y al acercarme a ti, recuerdo que olvidé sobre la mesa el reloj, junto a la taza de café humeante donde quedó anclado, olvidado para siempre, aquel que fui antes de hallarte, antes de tu piel, antes de que me reflejaras en tu carne y te amara como sólo se ama a quien abre tus manos para perderse en ti.
    Sobre la mesa dejaste un papel arrugado finalmente. Y supe que tus manos irremediablemente iban a arrugar mi pasado para darme un nombre nuevo.
    Pagué después de ti. Cuando salí, llovía, y tú esperabas frente al escaparate de una tienda de lencería. Respirabas agitadamente. Llovías por dentro. Y tu mirada, reflejada en el cristal, habló despacio; y no quise negarme a tu silencio. Recuerdo aún el sabor de la lluvia en tu nuca, la caricia de tu pelo en mi sien, y la inocencia de tu voz anunciando "Te esperaba".
    Y fui yo quien te siguió al instante mientras abrías la puerta de la tienda, pero también fui Ulises, este Ulises que prende Ítaca en llamas para vivir en ti, recuerdo de un viaje a esta sed de fuego, a este arder del agua, al corazón rabioso y palpitante de las negras palabras. Ulises, el de las manos fuertes desojando delicamente tu vestido y dejándolo caer al suelo del probador. Ulises, océano, deleitándose en el brillo de tu sonrisa mientras mis manos te acercaban a mí para besarte largo y sin rumbo, siempre sin rumbo, como unas manos ciegas que trataban de memorizar tu cuerpo.
    Sé que detestas ahora mi forma de escribirte, que prefieres despertar de vez en cuando con mi lengua entre tus piernas y que en cuatro palabras te arranque del sueño y te folle, cada vez más aprisa, para parar de golpe y encabritarte de deseo y ceñirte a la rigidez de mi polla con cada pequeño músculo de tu ser hasta que vuelvo a mover mi cintura, te giro tal vez y te disfruto como sólo sabe el mar cuando deseas la locura de la vida en llamas. Pero aquella mañana necesitabas la liturgia de mi verbo. Y yo te hablaba. Nos importaba poco quién oyera. Y te seguía desnudando. (Qué poco espacio requiere el paraíso.) Me gustó tu manera de hilvanar los segundos, tu mirada decidida, tu dejarte hacer guiándome en silencio, la sinceridad de tus dedos descosiendo mi ropa y acariciando mi miembro encabritado. Me gustó tu beberme, tu lengua leyendo los contornos de mi deseo antes de que rompiera los espejos, te apoyara contra la pared y abriera tus piernas como se abre el pan, con hambre, delicadamente, pero con firmeza, antes de que mojara mis dedos en tu miga caliente y cada vez fuera importando menos quién oyera.
    Sé que ahora me detestas casi tanto como odias mi forma de escribirte. Pero aquella mañana deseabas mi verbo en tus entrañas. Y te follé allí mismo, y estoy escrito en ese instante y soy éste porque aquella mañana fui Ulises, en aquel vestuario del que no tardaron en echarnos cuando no pudimos más y gritamos finalmente de puro placer, y en tantos lugares –sobre todo, en esta cama donde desnudo te escribo arrastrándome en memoria del deseo- como después nos amamos.
    Por más que lo intento, sigo siendo incapaz de no desearte en mi lengua. Pero no vayas a creerte: tu desprecio me duele, pero es mayor este placer de saberte apenas esbozada en mis palabras, tan y tan tú, tan mía, Ulises, ciego, agua.

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  2. Arde la primavera, y entreveo tu reflejo en el escaparate de la tienda de lencería. Allí estás, jugueteando con la tira de un sujetador. La prenda, como la tienda entera, como tú mismo, le pertenecéis a Ella.

    Te la aparta de la mano y te da un breve beso, mientras comienza a atender a una clienta. Entonces te giras, me ves a través del cristal y yo me marcho, como si no me hubiera percatado de tu existencia. Tu mirada ansiosa se posa sobre mis caderas un instante demasiado tarde. Te tengo atrapado. Sé qué eres de mi especie. Caerás, como ya han caído tantos.

    Y porque lo sé, sigo pasando a menudo frente a la tienda. Sin prisa, provocándote. En alguna ocasión me planto con tranquilidad ante al escaparate, sin esforzarme en hacer ver que tengo algún interés en transparencias o picardías. Porque lo único que me interesa son tus ojos. Se clavan en mí, no sé si prometiendo o amenazando.

    “Yo no soy de nadie, pero podría ser tuya”, parezco decirte entonces. Y lo hago sin hablarte, aunque tú a veces abras la boca y te quedes a media frase, interrumpido siempre por Su presencia solícita. Ella jamás te pierde de vista. Ya sabe que estoy ahí y no le gusto. ¿Seguiríais juntos si no te diera casa y comida? En respuesta, te enseño la lengua con descaro.

    Arde la primavera. Mi cuerpo se tensa al olerte más allá de la vidriera: imagino lo que sería lamer ese sudor. Cada vez me cuesta más disimular. Si no te decides pronto, un día de estos, elegiré a otro cualquiera y se habrá terminado el juego. Pero para ti también arde, ¿no es cierto? ¿No me tomarías si pudieras? ¿No lo dejarías todo atrás para tenerme?

    Arde la primavera, y es justo entonces cuando ocurre. Ella entra un momento a la trastienda y te escapas por la puerta. En medio de la calle, saltas sobre mí, me muerdes y te clavas, ajeno a nada más. Empujas con violencia, desgarrándome, aullando, montándome salvaje y animal.

    La gente nos mira. Ella oye los gritos, sale, y nos separa, golpeándonos con furia, maldiciendo. Qué ridícula me parece su ira… Qué patética me parece tu pasión. Me alejo aún excitada, relamiéndome, maullando, gata en celo como soy.

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  3. Cada día, a la misma hora, en un tiempo que era sólo mío, de mi deseo, le buscaba delante de ese escaparate. Era una vieja tienda de lencería. No sé qué miraba, no había nada allí que pareciera importarle. Tal vez esperaba encontrar el reflejo de otro ser que le buscara.
    Y en ese escaparate me encontró a mí, sin amor, sin prisas, sin abrazos.
    Nunca quise conocerle, me acerqué porque deseaba descubrir el sabor de su pálida piel, saber si su cuerpo me seducía tanto como la posibilidad de su placer.
    Le toqué el pelo -maldita mano la mía que se atrevió a acariciarle- ese simple gesto endureció su mirada, fija en mi escote, sin emoción, sin palabras, para qué nos hubieran servido si no queríamos hablar, sólo gozar.
    Con rabia, me apartó, y con el brazo me apoyó en ese cristal que testimoniaba nuestro esfuerzo por desconocernos. Necesitaba desafiarle, dominar cada gesto, enseñarle las reglas del juego: sólo sexo.
    Le cogí la mano, suavemente, y la acerqué hacia mí.
    - Tócame, humedéceme. Pedí en un susurro, casi en forma de rezo.
    Fue una sensación inesperada, un frío gélido se apoderó de mí y, súbitamente, el calor de sus dedos se propagó hasta mis extremidades, que le rodearon la cintura, apretándose contra su miembro erguido.
    Quise desnudarme allí mismo, que viera mi cuerpo sin la incómoda barrera de la gruesa ropa de invierno.
    - Vivo a una calle de aquí. Me dijo.
    - Llévame, quiero follar hasta que me duela el coño. No dudé en contestar.
    No me importaba ser brusca, ya endulzaría mis palabras lamiendo cada una de los rincones que ese hombre me descubriría más tarde.
    Durante una tarde fría me perdí entre las sábanas de un apartamento de Salamanca, nunca nos volvimos a ver, ¿para qué?
    Recuerdo que entre mis piernas le oí que susurraba palabras al viento, nadie las escuchó, porque yo gemía sintiendo su lengua, no lo que decía. Luego me senté en su polla, lentamente, para que me notara abierta. Me agarró la cintura, me puso contra la mesa. Me penetró de espaldas, abrazados, sentados, estirados, en todas las esquinas que tenía el piso. Y me despedí con un leve roce entre sus piernas, le cogí cariño a su entrepierna, nada más.

    SES

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  4. Elle se réveille en sueur, l’arrière-goût d’un rêve érotique en bouche. Elle tente de se le rappeler. Que faisait-elle ? Avec qui ? Elle était seule, dans la vitrine d’une boutique de sous-vêtements, plus svelte que dans la réalité, harnachée des mollets aux seins dans une de ses tenues qu’elle n’a jamais osé s’acheter, talons aiguilles, bas résilles, porte-jarretelles, string et corset pigeonnant. Elle se frottait lascivement à une barre de striptease. Elle se rappelle encore le contact ferme de la barre, la dureté du métal, jamais vaincue, contre ses fesses, brûlant du reflet du désir des passants. Les passants, tous des hommes, la regardaient d’un air d’abord réprobateur puis peu à peu tombaient la garde. Elle imaginait leur envie mécanique, elle prenait la mesure de son pouvoir sur eux. L’inflexibilité de la barre, la chaleur éphémère de leur membre, le halo tiède de son propre corps. Alors que l’un d’entre eux s’approchait de la vitre, elle s’est réveillée. L’arrière-goût est terrible, elle sent presque l’odeur de la peau de cet homme dont elle a oublié le visage, s’il en avait un.

    Personne dans son lit. Et elle, bestiale, éclose. Du dos de sa main, elle frôle ses lèvres et sa gorge gémit. Elle les écarte délicatement et goûte au contact de l’air, sent les flots moites descendre dans son ventre. Elle essaie d’invoquer à nouveau la silhouette de cet homme, mais elle lui échappe. Elle est désormais trop réveillée. Et n’a pas envie de jouer seule. Elle connaît bien sa main et sait parfaitement où trouver le plaisir mais aujourd’hui elle aspire à autre chose. Elle veut retrouver cet homme. Elle ne sait pas bien comment, c’est une pensée nouvelle mais elle l’excite fabuleusement.

    Elle se lève, se douche, s’habille. Elle hésite. Elle enfile une culotte classique, l’enlève. Elle essaie un string mais ne se sent pas à l’aise. Elle met un jean assez moulant et rien en-dessous. Elle hésite à nouveau, envie de l’enlever, de prendre n’importe quel objet et de le laisser pénétrer lentement, dans ce va-et-vient régulier auquel elle ne peut résister. Mais non. Trop de solitude. Elle en veut une en chair et en os. Reliée à un bassin chaud, un torse courbé et obscur, des lèvres vicieuses. Elle veut plonger dans un regard inconnu et tout lui donner.

    Elle a peur. Peur de la force qui la pousse à prendre ses clefs, à refermer la porte, à dévaler les escaliers de son immeuble. Mais elle est déjà dans la rue et sent qu’à présent elle est décidée. Ses pas la guident mais elle est trop concentrée sur l’effet produit par le croisement de ses jambes pour savoir où elle se dirige. Elle avance tête baissée, redoute de croiser un regard. Comment choisira-t-elle ?

    Elle finit par affronter l’horizon et se rend compte alors que les passants sont rares. Le désir a sonné avant son réveil. Elle passe devant la boulangerie et aperçoit la silhouette du boulanger, ses bras noirs et enfarinés, son sourire familier qui la salue. Elle trace sa route. Ce n’est pas ça. Changer de quartier. Elle pénètre dans la bouche du métro.

    Ce sera le premier, décide-t-elle. Personne sur le quai. Pas de cadres rasés de frais le dimanche matin, et les travailleurs de nuit ont déjà regagné leur lit. Elle monte dans le premier wagon, personne. C’est alors qu’elle la voit, grise, imperturbable, glacée, métallisée, inoxydable. Elle saisit la barre transversale et sa soif rejaillit. Elle s’y accroche, écarte les jambes et les referme autour du cylindre. Elle ferme les yeux et elle est dans son rêve. Elle se laisse aller au tangage du métro, montant et redescendant contre la courbure ferme. L’homme est revenu et il va l’atteindre. Le rythme du métro ralentit peu à peu jusqu’à s’arrêter totalement, mais aucune station n’a été annoncée. Elle rouvre les yeux, surprise. Pas de station. L’obscurité totale. Seule une faible lueur venue du tunnel. Et d’autres métros éteints, la gare de triage. Elle prend peur à nouveau mais les battements de son cœur alimentent son ardeur.

    Soudain, la porte de la cabine s’ouvre et il en sort. Le conducteur du métro. Il s’approche d’un pas hésitant mais son regard la transperce. Sans rien dire, il la saisit par la taille et lui susurre, les dents serrés : « accroche-toi. »

    J.

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  5. http://www.relatscurts.tmb.cat/aspx/ca-ES/home.aspx

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  6. Pronto será el cumpleaños de su mujer y ya hace tanto tiempo que están juntos que no sabe que regalarle. Carlos ha salido a pasear, piensa que así tal vez logre inspirarse.
    La calle de las tiendas es la más larga de la ciudad y encima es cuesta arriba desde el punto en que él está. Se compra un refresco, respira hondo y pasea. Entra en una tienda, en dos, en tres. Pasea. Entra en una tienda, en dos y en tres. Se quita la americana y se la coloca tras el hombro.
    Llega al antiguo café dónde solía quedar por las tardes y tener largas conversaciones para cambiar el mundo y resulta que ya no existe, quedan sólo las vigas de madera oscura y el cristal del escaparate. Ahora venden lencería. Se queda perplejo. ¿Tanto tiempo hace...? Mientras estaba sumido en sus recuerdos y petrificado frente al escaparate, sus ojos aunque todavía no su mente, se habían quedado fijos en el movimiento interior de la tienda.
    Dos chicas jóvenes y bonitas buscan algunas prendas sexys para sentirse más femeninas y deseadas, se dicen cosas al oído, ríen, acarician algunas prendas para saber si la textura tiene la misma suavidad que ellas mismas, se dan la mano, se prueban sujetadores por encima de la camiseta.
    Carlos las mira desde fuera, la alegría que desprenden es contagiosa y el quiere absorber una parte.
    Una de las chicas coge un sujetador y se lo pone encima a su amiga, mientras lo hace aprovecha y acaricia ligeramente con los dactilares la maravillosa prenda, nota que es tierna y que un cosquillego la recorre por todo el cuerpo mientras lo hace. Su amiga, ha dejado de reir, la mira fijamente y se deja hacer. Estan absortas en ellas mismas: juegan, descubren, intercambian.
    La dependienta tose y ellas vuelven en sí, se separan de golpe, compran lo que tienen en las manos y se marchan.
    Carlos entra, compra lo que ellas han elegido y le lleva a su mujer un regalo envenenado de un recuerdo que no comparten.

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