miércoles, 25 de marzo de 2009

DEBERES

¡Hola a todo el mundo!
El próximo relato deberá contener LLUVIA y UN BARQUITO DE PAPEL.
La extensión no importa.
¡Saludos!
Stella

8 comentarios:

  1. En realidad, lo sabes. Obviar que la lluvia nos rige es tratar de ahogarte en sábanas de sal. Es cierto. Tal vez sea cierto. Quizá tengas razón. Nuestro tiempo es el tiempo de un naufragio, un naufragio -quizás- en sí mismo. Pero lo sabes. Por más que vuelvas a negarlo.
    Mientras acerco mis labios a tu boca (mi boca que escribe, tu boca leyéndome en los charcos), seguro -cómo no- de esta fragilidad de personajes de barro, de este horizonte de papeles mojados en lágrimas y el sudor de tu cuerpo -tu sabia, tiznada en mis manos-, cierro de nuevo escotillas, prendo fuego a las velas y me acerco a proa por si vuelves a estar tendida al sol sobre cubierta, desnuda, como la lluvia que bebo y que nos rige.
    Como ves, una vez más, reniego de tu ausencia, olvido que el sol me traiciona de nuevo y regresó a los muelles donde quemas la tela de tus sueños, olvido esta marea baja que me aleja de ti. En realidad, lo sabes. Mis palabras prefieren naufragar en el oleaje de tu lengua que pronuncia el tiempo con fragor de batallas por ganar -o perder, si es preciso-, con fervor enfebrecido y demente. ¿Pero acaso quisiste alguna vez tomar la lluvia entre tus dedos? ¿Para qué ese tejer redes donde atraparla si sabes que es al mojarte en ella cuando realmente la posees hasta morir en ella, cuando eres suyo, como cuando te arrastras a mi cuerpo como un pequeño barco de periódico y me impregnas del flujo de tus letras y, emborronada, libre, vuelves a ser página en blanco?
    Es cierto que la lluvia nos rige. En realidad, lo sabes desde siempre. ¿Cómo puede ser que no te baste, que quieras ignorarlo? Apenas has reído esta noche. Apenas has ardido. (Qué diferente este nuestro arder bajo la lluvia, sanando y propagándonos furiosamente al mismo tiempo.) Aunque lo sabes, te sientas a sus pies para ser otra.
    Cualquiera de estos días, este gélido sol secará mis ojos, y ya no lloraré por ti, y no querré ya ver más nada porque habré visto suficiente en este vivirte que es a la vez morir ebrio de historia. Mas qué será de esta mujer que vives en mis manos. ¿Dónde la esconderás? ¿Dónde enterrarás los restos del naufragio? Dime, dime qué vas a hacer sin ella.

    Alberto

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  2. Daouda mira a los toubabs subir la pendiente. De los dos, el chico trepa ágil, vestido con una camiseta bicolor que pone “Ronaldinho” –como la que tienen algunos chicos chavales del pueblo- mientras que ella sube lenta y pesada, aferrando con los pulgares las asas de su mochila, calculando cada paso como si bordeara un abismo. Desde que han comenzado la ascensión no se han dirigido una palabra entre sí. Alpha, el guía oficial, ya se encarga de darle charla al turista, bromeando sobre la comida que les espera cuando lleguen a la cima (otra vez bocadillo de sardinas con quesito) e informándolo con un guiño de que las mujeres bedik son guapísimas. Douda le sonríe a la chica, que tiene la nariz roja y múltiples marcas de picadas de mosquitos. Le explica que Douda significa David. La chica sonríe por primera vez, y en un francés dubitativo, le responde que ése es el nombre de su del hijo de su hermana. Douda le pregunta si su sobrino va a la escuela, y le explica que él también, que pese a que tiene que subir y bajar de la mañana cada día, estudia abajo, en Dindefelo, aunque sólo durante la estación seca. ¿No tendrá por casualidad una libreta o unos bolígrafos que regalarle?
    La chica abre la mochila –demasiado grande y demasiado cargada para una excursión de medio día- y saca unos cuantos lápices. “Lo siento, sólo tengo una libreta...” “¿Y tu marido? Quizás él…” “No es mi marido”, zanja ella.
    Siguen andando, más allá de los monumentales nidos de termitas. El chico se hace la foto de rigor sobre uno de ellos. Ella, para enfoncar, se ha quitado las gafas de sol. Daouda se fija en que tiene los ojos tan rojos como su nariz. Alpha le insiste en que también suba al termitero, pero ella se niega con la cabeza… De todos modos, están cerca ya de la cascada.
    Por unos instantes, todo parece bello y ligero. Los tres hombres nadan. Ella dibuja o escribe en su cuaderno, concentrada, mirando el abismo que delinea el agua. Chapotean, ríen, y comen, apartando los insectos con desgana. Pero de repente el aire toma el color del ala de un ángel y cobra peso. No tardará en llover. Lo hará a la africana, de un modo bíblico, repentino e implacable. Por mucho que corran, ya no hay tiempo de llegar un lugar resguardado. Así que recogen sin apresurarse. Mientras lo hacen, al borde de la cascada, alguien un fletado un barquito de papel, a punto de zarpar. Una mano femenina lo empuja corriente abajo, abocándolo a la catarata. Cuando sus dedos lo sueltan, Douda ve que hay un nombre escrito en el casco: “Adiós”.

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  3. Mmm... me doy cuenta que puse que el niño sube y baja de la mañana. Obviamente, sube y baja de la montaña. ¡Burra!

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  4. Jo, de todas formas, quién pudiera subir y bajar de la mañana como un niño!

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  5. Una noche de enero empezó a llover. Primero fue una llovizna, luego un gran chaparrón, finalmente, una lluvia constante. Dos meses después ya no puedo oír las gotas de agua chocando contra la uralita del patio interior de mi apartamento. La repetición convirtió este apacible sonido en un ruido ensordecedor que con el tiempo la costumbre llegó a hacer casi imperceptible al oído. Luego, el agua cubrió el techo de uralita. Los cristales de las ventanas están cansados de llorar en silencio. Por otro lado, nunca estuvieron tan limpios.

    Como vivo en un cuarto piso, no fui de los primeros en tener que dejarlo. Hoy ha llegado el día. Para ganar espacio en mi habitación, se me ha ocurrido levantar el colchón y el somier apoyándolos contra la pared. Sobre el embaldosado doblo una gran hoja de papel siguiendo la línea de puntos que antes he tenido la precaución de marcar.

    Nunca sabemos lo que pesan las cosas hasta que nos vemos obligados a levantarlas: me sorprendió que el papel pudiera llegar a pesar tanto. El barco tiene el tamaño exacto para poder sacarlo por la ventana. Lo consigo con más maña que fuerza, ayudándome de brazos, piernas, rodillas... haciendo palanca, contorsionándome casi. Y casi, casi se me escapa al soltarlo sobre el agua. Con un movimiento rápido, salto sobre él en el último momento.

    Tengo que esperar unas horas, las justas para que el apartamento de enfrente se llene de agua. Así, consigo navegar por la casa de mi vecina. El agua llega a la altura precisa: justo por encima del televisor; algunos periódicos flotan en la estancia, la enciclopedia sin duda se ha ido a pique. Esquivo la ostentosa lámpara de lágrimas y llego al balcón abierto que da a la calle. Ya estoy fuera. Las avenidas aparecen inmensas.

    En mi mochila, latas de conserva, algo de ropa y agua embotellada que recogí durante las últimas semanas. Ahora el manto de agua va desvaneciéndose de la misma forma que llegó, haciéndose cada vez más fino. El sol lanza sus rayos sobra las aguas que pasan calmosamente a media altura de los edificios, majestuosos, silenciosos, desprendidos hace mucho del continuo transitar de los coches. Una suave brisa agita las velas de mi braquito de papel y una sonrisa se cuela en mis labios.

    cambioderasante

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  6. Había una vez un niño que se pasaba las horas de clase construyendo barquitos de papel. Todos sus compañeros le silbaban, le tiraban granos de arroz, se reían de él. Hasta que un día dentro de la escuela empezó a llover y a llover. El niño construyó el barquito de papel más grande jamás visto en esa escuela. Y cuando el agua llegó a su piso, el niño salió navegando plácidamente con su barco de papel. ¿Y sus compañeros? Lo siento, a bordo sólo había espacio para él y su enorme colección de barquitos de papel.

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  7. Caigo sin ánimo de liarla, tranquila, sabiendo que tarde o temprano lo acabaré mojando todo. Recubriré los adoquines con una capa pegajosa y húmeda, acariciaré los cristales de los coches impacientes en el semáforo y la cara de esta chica que no se protege de mí, que se deja empapar lentamente. Será una romántica como se ven tantos por las aceras de la gran ciudad, caminando sin otro rumbo que seguir la riera que voy formando en el arroyo.


    Finalmente me deja plantada y entra en un bar, decidida, como quien sabe donde iba. Habrá quedado. Yo sigo mi labor, que de románticos a regar, no faltan.


    Abro la puerta y en seguida me envuelta un olor a poma y canela que me deja tranquila. Se oyen risas amortiguadas por el humo, las estanterías llenas de novelas cansadas y el calor de la amistad. Aunque llegue tarde, estaré bien aquí. La luz me sonríe, y la camarera también y me invita a sentarme donde me apetezca. Primera elección de la tarde. Podría esperarle sentada en la barra con el periódico en mano, rollo mujer libre que en cualquier momento se puede harta, doblar las noticias y pirarse. O en esta mesita medio escondida en el rincón, desde allí lo vería llegar sin que él me viera.


    Finalmente voto por la mesa de mosaicos con patas de hierro forjado, pegada a la cristalera. Desde aquí veo caer a la lluvia. Miro la carta, café, noisette, café au lait, chocolat chaud, capuccino, thé au jasmin, thé vert, thé rouge, thé blanc, thé noir. Me pido el té negro. Al final el periódico se quedó en la barra. ¿Cuánto tiempo lo voy a esperar? Ya llega el té. Una tetera roja con puntitos de color y una taza negra mate de las que se ven en los supermercados asiáticos. Siguiendo los consejos de la camarera, le doy un tiempo al té para que se infunda. Sacudo la bolsita de azúcar y vierto su contenido en la taza. Así tengo para ocuparme las manos.


    ¿Sabes hacer un barquito de papel? Es muy fácil, verás. Coges un papel rectangular, lo doblas por la mitad, ya tienes una idea del tamaño final de tu embarcación. Luego, hay que formar las velas. Para ello, te posicionas en el lado del pliegue. Coges el ángulo superior izquierdo, el ángulo superior derecho y haces que se den un beso. Una vez en plena acción, los planchas allí. Ya está. Ahora tienes que ocuparte de la falda de papel que ha quedado libre debajo de las velas. Resulta que los dos faldones están enfadados y no quieren saber nada el uno del otro. Y cada uno se va por su lado. ¿Entiendes? El primero lo doblas encima de la pareja de velas y el otro se va atrás, solito. Bueno, espérate, que no se ha acabado. Ahora vamos a mirar debajo de esta faldita. Venga, no seas tímido. Abre sus piernas. Más. Más. No te preocupes, que no se va romper, al contrario, se va formando un rombo, ¿lo ves? Si lo ves, aplánalo con caricias, plánchalo con cuidado. Tenemos que obtener un rombo, es importante. C’est pas fini. Otra vez tenemos una apertura, ¿verdad? Pues otra vez le vamos a poner mano. Las dos puntas inferiores del rombo, sueltas, se han enamorado de la punta superior. Y venga a darse besos. Pero cada uno por su lado, claro. Bueno, si no te has perdido en el camino, normalmente tienes un triángulo isósceles. Pero, ¿qué haremos nosotros con una figura tan triste? Nosotros queremos rombos. Así que no tenemos remedios, hay que abrirlo otra vez, más, más… ¿ves el rombo? Aplástalo, que no se te escape. Ya llegamos. Ahora este rombo más pequeño que hemos obtenido, lo vamos a abrir como una flor. Bueno, la metáfora, ponla tú. ¿Ves que arriba tienes una punta surcada, recubierta por dos paredes? Queremos que la punta se quede a descubierto. Las dos paredes que la protegen, las agarras por la punta superior y las tiras hacia fuera, más, más. Ya tienes el barquito.


    Un rayo de luz se posa sobre las velas. Ha dejado de llover. Me sirvo el té. Se ha quedado amargo, ya no lo podré tomar. El té pasado es como un polvo apresurado, demasiado áspero.

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  8. Me hundo, siento como el agua impregna las letras de mi cuerpo. No soy más que un barco de papel que olvidaron sobre el banco de un parque.
    No soy nada: me deshago, me evaporo, me desdibujo.
    Llueve, desde hace mucho, y nadie quiere rescatarme de este inevitable final. No soy barco, soy una masa mojada e informe de papel, no se fijan en mi porque ya no sirvo para divertir. El niño, que me miraba ilusionado, salió corriendo, primero me sumergió en un charco, luego me dejó en mi banco, en este verde sepulcro del parque, sin lápida ni recuerdos.
    Mi mortaja son los verbos del períódico que fui, mi epitafio las cenizas del agua.
    Ses

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