lunes, 9 de marzo de 2009

Tarde...

Un punto de partida muy sencillo...

ALGUIEN HA LLEGADO TARDE.

¿Qué sucede después? ¿Por qué ha llegado tarde? ¿Seguro que ha llegado tarde?

7 comentarios:

  1. Tengo los pies arañados, como si este desarraigo que bebo de tu vientre hubiera perpetrado en mis entrañas un enzarzado abismo de canales sin mapa ni retorno, como si el simple caminar -caminar hacia ti, hacia dónde si no- fuera un proceder angosto y sin conciencia hacia mi propia muerte -hacia dónde si no-.
    Sé que no estás aquí, que aún no has llegado, pero si acaso importa la luz, esta luz que impregna inexorable el destino de la noche, dime que llegarás, te lo suplico, que no he llegado tarde a este momento, que no viví sin haberte vivido de veras.
    "Un poco más de tiempo, maldita sea." ¿Por qué me miran todos estos inexpresables seres que no saben de ti -o sí, tal vez sí, ellos sí, malditos sean-? ¿Quién de ellos es quien debí ser yo? ¿Quién lleva mi nombre? ¿Quién de ellos ha tomado tu cuerpo junto al mar, quién te ha sembrado de océanos, quién te ha embarcado en su piel hacia horizontes despiadados, equivocadamente ajenos?
    "Díganle que no he llegado tarde, que estuve aquí, que la he buscado, que la esperé enraizado en este cruce, que jamás pudo el viento arrancarme de cuajo." Sé que no estás aquí, que aún no has llegado. Pero vendrás -tal vez- porque me esperas en el seno de tu ser, y me presientes, claro, en aquel cuerpo que equivocadamente besas hasta arraigarlo a tu simiente.
    "Oh, Madre, Dios, dale mi lluvia, que de mi cuerpo mane una esperanza. Diles que amar les da la vida. Otórgales el duelo de la sal. Que nunca sea tarde. Que la noche, vacía en su amplitud, jamás acabe. Que la enturbie el sabor de mi sangre."
    Mis tobillos rotos no caminarán hacia el ocaso. Ni podré abrazar tu cuerpo en este infierno. Bébeme, cuando descubras que has llegado tarde. "Oh, mujer, maldita sea, por qué me has abandonado."

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  2. Los relojes son aparatos complejos. Yo soy especialmente consciente de ello porque me dedico a desmontarlos y volverlos a montar. Me siento en mi sencilla silla de madera y apoyo los brazos en mi sencilla mesa de madera. A mi derecha, mi colección de herramientas perfectamente alineadas. A mi izquierda, una serie de piezas mecánicas móviles que he extraído de mi reloj.

    Los relojes son aparatos complejos. Cada una de estas pequeñas ruedas, ejes y muelles parece mirarme con desprecio, como reprochándome algo. Tengo la impresión de que esa rueda en concreto me habla como a un igual. Quizá sea cierto que somos lo mismo. La pieza de un mecanismo pierde su sentido cuando está aislada.

    Los relojes son aparatos complejos. Vuelvo a colocar todas las piezas en su lugar. Al cerrar el reloj, me lo pongo en la muñeca y miro la hora. Creo que esta es la hora que es. Es la hora que debe ser.

    Los relojes son aparatos complejos. En el interior del reloj, cada una de las piezas se mueve al compás de las demás. Ninguna pierde el paso, ninguna pierde la dirección. Aunque ahora esa rueda está encerrada en el armazón del reloj, intuyo que sigue mirándome con expresión adoctrinadora. Y lo entiendo.

    Los relojes son aparatos complejos. Y nosotros también. Desde que la conocí, tengo la impresión que debo lograr que nuestros pasos, gestos y palabras se adapten entre ellos para que podamos llegar a hacer rodar el mecanismo. Cuánto tengo que aprender todavía de estas pequeñas ruedas, ejes y muelles.

    Los relojes son aparatos complejos. Por lo contrario, el tiempo es muy sencillo. Ayer llegué llegado tarde y ella ya se había cansado de esperar.

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  3. 19.46h. A pesar de mis múltiples intentos, de las más de diez veces que he apretado el timbre, nadie ha abierto la puerta. Estaban en su derecho. Se leía claramente en aquel dichoso cartelito impolutamente blanco colgado en la puerta de cristal: De lunes a viernes, de 8.15 a 14h. Jueves, de 8.15 a 14h y de 15 a 19.45h. Pues sí, es jueves, son las 19.46h y sólo un minuto me separa de mi única salvación posible.

    “Este es un mensaje para el señor Jerónimo Nasarre de su banco. Sr. Nasarre, no podemos esperar más. Es su última oportunidad. Si este jueves no obtenemos una respuesta por su parte, procederemos al embargo de su vivienda. No lo olvide. Sólo hasta este jueves”. Lo había dicho muy claro en su mensaje, con ese voz pollo ahogado que le caracteriza. Tampoco es que haya visto yo a ningún pollo ahogarse, pero seguro que ese debe ser el ruido que emite. Todavía recuerdo el día en que recibí el primer aviso del director del banco – “Sr. Nasarre, tiene usted un problema”. Pues sí, señor, porque con esa voz de pollo ahogado cómo iba yo a concentrarme en otra cosa que no fuera imaginármelo destrozando cualquier canción de Nino Bravo en el karaoke de turno. Pero, bueno, ¿qué más da eso ahora, no?

    La cuestión es que son las 19.46h (19.47h ya, para ser más exactos) y una empleada del banco ha alzado la vista, me ha mirado con resignación y con una media sonrisa ha negado con su cabeza. O sea, me ha negado la entrada, algo a lo que tiene todo el derecho del mundo, como he dicho antes, porque seguro que tiene muchas cosas mejores que hacer que regalar un minuto de trabajo a su empresa para atenderme a mí (que eso fijo que no se lo pagan). Cosas como, por ejemplo, volver a su casa, una adosada a las afueras de la ciudad, recorrer el caminito de piedras que da acceso a su vivienda, abrir una preciosa puerta blindada forrada de madera de pino blanco y estirarse en su fabulosa chaise longue de Le Corbusier tapizada en piel de potro admirando la magnífica litografía original de Tàpies de la pared de enfrente, que le costó casi 4.000 euros, pero que bien los vale.

    Pues qué suerte la suya, porque en breve yo tendré que ir a dormir a la pensión/cuchitril de mi pueblo (para haber sólo una, podía estar más decente, por cierto), ascenderé por la escalera cochambrosa, abriré una puerta que chirría y me tiraré encima de una cama de muelles para observar la pared roída de enfrente.


    Vaya zorra insensible, ahora que lo pienso mejor.

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  4. Como siempre vuelvo a llegar tarde. Soy incorregible. Creo que no nací con ese defecto, está claro que alguien debió pegármelo. No puedo evitarlo. Estaba sentada en aquel auditorio abarrotado, viendo una aburrida aunque a veces interesante entrega de premios. Una cuantas horas sentada en una butaca con un vestido frufrú que me hacía parecer un repollo aunque todo el mundo me decía lo guapísima que estaba. No guapa, no, guapísima. Me daban ganas de vomitar. Y encima aún tenía que aguantar otra hora más, se acercaba el momento cumbre de la ceremonia, era candidata a uno de los premios aunque estaba segura que no me lo iban a dar, así que pensé que iría allí a divertirme y pasármelo bien, cuando lo único que había conseguido hasta ahora era aburrirme e intentar echar una cabezacita sin que nadie se diese cuenta. Y ahora encima me estaba meando, no me aguantaba más o sea que disimuladamente me levanté para ir hacía el lavabo. Mi agente puso los ojos como platos, aún quedaba un cuarto de hora para mi premio y encima no me lo iban a dar o sea que le dije que no se preocupase, que tenía que ir a echar un meo. Puso los ojos en blanco, por mi chabacanería y por lo oportuno de mis necesidades miccionadoras. Y allá que me fui veloz como una gacela, sujetándome el tutú o lo que fuese que llevaba puesto en busca del lavabo perdido. Algo que a primera vista parecía facilísimo. Con lo que no contaba era con el impresionante e intrincado sistema de galerías y túneles del teatro en el que se celebraba la gala. Estaba empezando a ponerme nerviosa y a sentir un dolor punzante en el bajo vientre, ya no aguantaba más, cuando me choqué con Morgan Freeman. Le expliqué la situación en mi inglés macarrónico y él, muy amablemente me acompañó al lavabo. Luego estuvimos departiendo sobre su última película hasta que volvimos al anfiteatro a sentarnos en nuestros respectivos asientos. Cuando me senté, mi agente me echó una mirada asesina, en su regazo sostenía una bonita estatuilla dorada. No te preocupes, me dijo, les he dicho que habías ido a mear. !!!!!!Me habían dado el maldito oscar y yo estaba en el lavabo meando!!!!!!!!!! En aquel momento el mundo se me cayó a los pies y sentí unas ganas horribles de llorar. Un codazo y mi agente estaba allí, mirándome con desaprobación, me había vuelto a dormir. Había sido un sueño. Y al despertar, respiré tranquila, no me había perdido mi premio. Pero me estaba meando de nuevo. ¿O por primera vez? Le dije a mi agente que tenía que ir al lavabo, me miró como si estuviese loca, quedan quince minutos para mi premio, no te preocupes, le tranquilicé. Además, sino me lo van a dar. Entonces me agarré el vestido y discretamente fui corriendo a buscar el lavabo más cercano. En vez de perderme por los pasillos, le pregunté a un segurata que me indicó a la perfección, esta vez no me encontré a Morgan Freeman, pero si a Clint Eastwood, no sé que era peor o mejor, yo estaba en la gloria. Clint fue muy educado y me acompañó a mi asiento, cuando me sentaba Alan Rickman abría el sobre y decía, 'And the oscar goes to...'. No había llegado tarde.

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  5. Cuando despertó, el dinosaurio ya no estaba allí. "Grrr", exclamó el Homus Cazadorus. Lo cual, traducido a un idioma moderno, vendría a significar algo así como "Mierda mierda mierda". En momentos como aquél era cuando más echaba de menos que no se hubiera inventado todavía el reloj-de-pulsera-con-alarma-despertador. Aquel artilugio infalible habría impedido que se le fuera el santo al cielo por querer echarse una cabezadita en plena jornada laboral. Claro que lo peor no era haber dejado escapar tontamente la oportunidad de conseguir carne suficiente como para alimentar a su familia durante una larga temporada. Lo peor aún estaba por venir: a ver con qué excusa se enfrentaba ahora a su mujer para evitar que le echara de casa a mamporrazos. El Homus Cazadorus miró a su alrededor en busca de una presa alternativa, pero allí no había más bicho viviente que algunos matojos silvestres. "¡Grrr!", pensó. O lo que es lo mismo: "¡Eureka!". Y fue así como el Homo Cazadorus decidió hacerse vegetariano.

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  7. Aquel viernes podría ser para Ada un día mágico. Por la ventana abierta entraba el anuncio de la primavera; las cortinas blancas respiraban lentamente al sol como flores enormes abriéndose al cielo. Aquel viernes podría ser un día mágico, sí, una sorpresa arriesgada pero cargada de sentido. Ernesto podría regresar a casa, acercársele por detrás como un gato inaudible, y cubrirle los ojos con la palma de la mano, justo cuando Ada se disponía a regar las margaritas del balcón. Entonces ella sonreiría y, jugando a no acertar con la identidad del recién llegado, diría en voz alta los nombres de algunos famosos, y juntos se reirían a carcajadas del absurdo. Regresarían así a los días en que lo absurdo les hacía reír.

    Ada salió al balcón y untó una mirada lángida sobre el edificio histórico de enfrente, donde solía lucir un reloj antiguo que el mismo Ernesto había restaurado. Relojero de profesión y vocación, Ernesto había modernizado la pieza con mecanismos de última tecnología, mucho antes de que estallara la locura de la Guerra Contra El Tiempo. Cuando las cosas aún tenían sentido, Ernesto había llegado a ser el relojero más célebre del mundo, y el reloj antiguo que había restaurado se hizo —nunca mejor dicho— el más famoso de todos los tiempos, y también el más infalible.

    Ahora, sin embargo, las cosas eran muy distintas: Ernesto había desaparecido, el reloj ya no existía, y lo absurdo ya no le hacía ninguna gracia. En la plaza donde habían quemado el reloj antiguo ya no quedaba la más mínima señal de lo ocurrido. Las brigadas anti-reloj se habían encargado de destruir las pruebas de la barbarie, y ahora lo único que gritaba era el vacío que dibujaba la ausencia del reloj sobre la fachada del edificio histórico. Ni siquiera se escuchaba ya el tangir de las campanas en la lejanía. De Ernesto sólo quedaba la estela invisible de su huida, y todo el amor que para él había condensado Ada en su corazón.

    Por las noches ella tenía pesadillas que recreaban con esperpento los hechos que le habían impedido huir con Ernesto de la avalancha rabiosa que se avecinaba: hordas mugrientas y confusas, brigadas armadas, saqueadores de relojes a sueldo y aquel “¡¡¡A POR ELLA!!!” que Ada escuchó a sus espaldas cuando corría con todas sus fuerzas por la calle Mayor, a codazos entre la muchedumbre. Fue la tragedia contrarreloj más angustiante de su vida. De lejos divisó las llamas que devoraban el taller de Ernesto. La visión la paralizó de golpe, y así las brigadas de la Guerra Contra el Tiempo acabaron por alcanzarla. No se habría dejado arrestar tan fácilmente si hubiera sabido que Ernesto ya no estaba en el taller. Enorme contratiempo.

    Las Nuevas Autoridades la obligaron a convertirse oficialmente al antirrelojismo. El solemne acto público de tal conversión pretendía, según le explicó el nuevo alcalde, dar ejemplo a las masas: que hasta la esposa del relojero diera su brazo a torcer dejaba bien claro quién mandaba ahora. Era eso o la hoguera, la misma en la que ardería el reloj antiguo que Ernesto había hecho famoso.

    El mundo se había vuelto loco de remate. Ahora, sin medidores de tiempo, era imposible llegar puntual a ninguna parte. Claro que tampoco era posible llegar tarde, al menos no estrictamente hablando. Pero en la práctica sí era posible, sí fue posible, sí sucedió y lastimó y separó a Ada de Ernesto y a Ernesto de Ada. Con todo, en medio del llanto y la rabia y el sinsentido, la posibilidad de que Ernesto regresara en pleno día era el único absurdo que todavía podía hacerle sonreír.

    Porque él podría regresar perfectamente en un viernes como ese, acercarse sigiloso por detrás y cubrirle los ojos con la palma de su mano para que ella jugara a no adivinarle, para volver a reírse juntos de lo absurdo, como cuando las noches marcaban con un tic-tac el ritmo de los sueños.

    Stella

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