viernes, 27 de febrero de 2009

Puzzle

Ahí van tres piezas improvisadas para un puzzle:

-Una llamada telefónica
-Un semáforo
-El grito de una mujer

Encajar las piezas y completar el puzzle ya depende de cada uno...

Como la vez anterior, el reto es escribir un cuento de 500 palabras como máximo.

5 comentarios:

  1. La chica de rojo espera en la esquina. Cuando la luz roja se apaga y se enciende la verde, ella sigue ahí con su vestido largo. Se llama Gardenia y nunca hasta hoy había visto un semáforo. Tampoco es tan raro, diría ella. Y eso porque sus viejos murieron sin llegar a ver uno. Ella sólo tiene veintidós años. Le quedan muchas otras primeras veces más significativas. Descubrimientos que casi nadie recuerda, como tantos que suceden a la vez conformando un desconocido y personal universo del que sólo somos un pequeño punto inseparable del resto. Gardenia no está interesada en ninguno de esos puntitos que la rodean, la mujer con el perrito blanco en el paso de peatones, las hojas marrones rozando el suelo para volver a levantar el vuelo, la música del afilador que espera ver acercarse a un cliente con cuchillo, el semáforo que cambia de color abriendo el paso ora a los peatones, ora a los automóviles. Gardenia no se fija en nada. Tiene veintidós años y ha bajado a la ciudad por primera vez en su vida.

    Alguien se acerca al teléfono. El aparato cuelga de la pared del pasillo, frente a la puerta del baño. Quien está frente al teléfono, ahora llevándose el auricular al oído izquierdo, luego haciendo girar con su dedo índice la ruedecilla, es Agustín del Mar. Su voz, que empieza a emitir en este mismo instante, es propia de un hombre capaz de enamorar a una mujer con sólo murmurarle al oído con su respiración profunda y agitada, una voz de hombre alto, fuerte, susurrante. Así habla dirigiéndose hacia los agujeritos redondos y uniformes del aparato telefónico:

    -Soy Agustín del Mar. Que se ponga él.

    El hombre sigue con su mirada el hilo telefónico que sube por la pared como si fuera a encontrarse al final del recorrido con los ojos de su interlocutor. Las palabras que oye justo entonces le hacen dar un respingo.

    -No te llamo por una nadería. Es más grave de lo que crees. Gardenia no puede seguir ahí, te lo he dicho mil veces. ¿Es que no quieres entenderme?

    Agustín del Mar fija toda su atención en el sonido que escucha a través del receptor del teléfono. Un sonido que le llega al oído desde muy lejos, cruzando carreteras, playas y bosques, dejando atrás casas y edificios de oficinas. Un sonido que podría perderse.

    El grito de una mujer. Sólo recuerda eso. Y la imagina con la boca muy abierta, con las mandíbulas casi desencajadas de tanto querer gritar, de tanto querer sacar fuera el dolor. Un grito de una mujer entre las mujeres, entre la multitud, entre los puntitos mínimos que conforman el vasto universo. Un grito y todo se vuelve negro. Negro y rojo. Rojo como la rabia que él siente, rojo como la tela del vestido moviéndose, elevándose y haciendo casi volar a Gardenia justo antes de que la obliguen a entrar en el coche. Rojo y negro como la noche que deja tras de sí.

    Cambioderasante

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  2. Que Ernesto Paniagua andaba siempre por las nubes era una verdad universal en el barrio. Esto se lo había dicho literalmente su amigo Eladio, una noche, apoyados los dos en la barra del bar. A lo que Ernesto le había respondido que no entendía qué tenía de universal un barrio como el suyo, donde la mayoría de la gente a duras penas había llegado hasta la Avenida Nebulosa. Pero era cierto, Ernesto Paniagua andaba siempre con la cabeza en otra parte. En una ocasión, Elías el librero se había topado con Ernesto en la Plaza Pisapapeles y le había preguntado, con franqueza de amigo, dónde tenía la cabeza. Aquí, ahí y allí, había respondido Ernesto, con la mirada a medio camino entre aquí, ahí y allí.

    Desde hacía unos meses Ernesto lucía un nuevo grado de distracción. Un día en concreto, habiendo salido a hacer su paseo matinal, varias vecinas se encontraron reunidas en el portal, especulando. La portera del edificio sentó cátedra sobre el asunto. Ernesto estaba enamorado. ¿Acaso no había reparado nadie en Wei-Xian, la camarera del restaurante Horizonte Feliz? ¿Nadie se había percatado que la chica se escapaba siempre de su cocina para hacer las entregas en ese edificio? No era casualidad que Ernesto saliera cada día de casa repitiendo en voz alta palabras como ài, gū niang o gēr: amor, chica o canción.

    A la portera no le faltaba razón. Cada día, Ernesto le pedía a Wei-Xian una nueva palabra. La sonoridad de su idioma le parecía bellísima, le encantaba descubrir ecos y paralelismos con el suyo, juguetear con los tonos y hacer innumerables juegos de palabras. Que pastel se llamara dàn-gāo le hacía una gracia enorme, porque rimaba con cacao. Al brandy le llamaba bāi-lán-dì, y sin duda bailaban después de beberse una botella. Y que una chica tan dulce y delicada como ella se llamara peligrosa no dejaba de ser irónico.

    Parece que fue ayer ese martes llamado xīng qí èr en el que Ernesto salió a la calle cantando una gēr. Hacía tan buen día que Wei-Xian le llamó por teléfono para enseñarle muchísimas palabras nuevas. Arena es shā, serpiente es shé, león es shī, rata es shǔ. Ernesto estaba tan absorto que evidentemente no vio el semáforo en rojo. Un gato es māo, un perro es gŏu. Ernesto soltó una gran carcajada. La portera no pudo reprimir un grito al verlo. A Ernesto le hubiera divertido mucho saber que lo que lo atropelló fue un jiào chē, que de alguna forma casual y perversa casi rimaba con coche.

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  3. Llegó haciéndose notar aunque sin pretenderlo. No miraba a nadie en busca de atención, pero tenía esa actitud de quien se saben mirada (y admirada) por todos. Parecía concentrada en no perderse ni un detalle de lo que alguien le explicaba desde el otro lado de su teléfono móvil. Se detuvo justo a mi lado. No me miró. No la miré, pero la sentí muy cerca. Evité volver los ojos hacia ella para que no me creyera demasiado interesado en su conversación privada. Cuando el semáforo cambió a verde, los demás peatones cruzaron la calle con prisa, como si sus vidas dependieran de llegar el primero al otro lado. Yo no me moví. Nunca había tenido intención de cruzar la calle. Y me sorprendió ver que tampoco ella avanzaba. Ella seguía hablando por teléfono. Movido por la curiosidad, me atreví a observarla entonces. En ese momento, ella dirigía la mirada hacia algún lugar por detrás de mí, a contracorriente de la dirección en la que los coches recorrían la calle. Parecía esperar algo. ¿O a alguien? Se dio cuenta de que la observaba y se volvió hacia mí. Me miró directamente a los ojos. Su expresión fue de sorpresa al principio; después, de complicidad. Tuve la sensación de que habíamos conectado, de que nuestro objetivo, en aquel preciso instante de nuestras vidas, era el mismo. La sensación duró un breve momento: el tiempo que tardó ella en desviar la vista hacia la calle y después mirarme de nuevo, esta vez con malicia. Entonces ella gritó:

    -¡Taxi!

    Sucedió demasiado rápido. Un taxista detuvo su coche frente a nosotros, junto al semáforo. La mujer se apresuró a abrir la puerta y subió al taxi. Después se volvió hacia mí y me dedicó una sonrisa de triunfo mientras cerraba la puerta. Todo ello sin dejar de atender a su conversación teléfonica. No supe reaccionar. Así que no me quedó más remedio que esperar a que apareciera el siguiente taxi y cruzar los dedos para que nadie más se me adelantara a cogerlo.

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  4. Aún no ha sonado el teléfono. Ella, sentada sobre la cama de su habitación de hotel, ha seguido el ritmo de respiración del semáforo del otro extremo de la calle. En ocasiones –a menudo- daría media vida por poder detener el inexorable círculo del tiempo, el diábolico sucederse de las horas, de los colores... el verde esperanzado de la mañana irremediablemente nueva y repetida, el ámbar ciegamente acelerado con su denostada ambición de cristales rotos, el rojo incorregible de la noche alquilada a unos brazos sin vida que cada solsticio ahogan los gritos desesperanzadoramente aciagos de un sueño que muere.
    Aún no ha sonado el teléfono, pero ella espera, como siempre, en su trocito de mapa, en su rincón escondido de la isla, en el vacío de un pedazo de tela sin marcar. Ha visto detenerse unas gaviotas sobre el alféizar de la ventana. Con las últimas gotas de ilusión ha esbozado en su piel unas pocas palabras solicitando auxilio. Sigilosamente, se aproxima a las aves y en un gesto desesperadamente certero atrapa un ala (un ala, como si pudiera asirse a la posibilidad del aire), planeando coser su grito a las patas del ave.
    Aún no ha sonado el teléfono cuando ella, con el cuerpo pendiendo del abismo de la historia, insomne, abrazada al vacío, emite un gutural graznido en su afán de huida.
    Abajo, en la calle, frente al hotel, alguien contesta a una llamada de teléfono. No importa quién ordena, ni tampoco la identidad del brazo ejecutor. En realidad, tampoco importa el motivo. Al fin, el semáforo detiene su paso y, con un fundido en negro, apaga para siempre el latir del tiempo.

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  5. El profesor comprobó con satisfacción que aquella tarde habían asisitido a clase todos los estudiantes. Entró en el aula con una sonrisa interna de triunfo, acomodándose las gafas para ver mejor las caras de fastidio de sus estudiantes. La nebulosa acústica hedía a glándula sofocada, pero el profesor hizo ver que no lo notaba para mantener la compostura y forjarse un escudo de dignidad. Por eso ignoró también las injurias y las carcajadas canallas del fondo. Posó el maletín sobre el escritorio sin soltar el asa y contempló a sus estudiantes desde la tarima sin decir nada. En efecto, no quedaba ni un asiento libre: incluso los alumnos más rebeldes habían venido a poblar las trincheras de la última fila. Fueron ellos los últimos en contagiarse del silencio irreverente que había empezado a esparcirse desde las filas más delanteras.

    —Buenas tardes a todos—dijo el profesor. La bolsa de pausa tras su saludo se llenó de mofas codificadas, gruñidos despectivos, y las eses prolongadas de los más clementes.
    El profesor se aclaro la garganta y prosiguió:
    —Me alegra veros a todos aquí. Al parecer hay que recurrir a medidas extremas para conseguirlo.

    Sus palabras desataron un tremendo revuelo de murmullos amenazantes y amagos de insulto que al profesor no le sorprendieron. Una joven con el pelo teñido de azul se atrevió a hacer un comentario sarcástico al respecto desde las filas del centro y la clase entera la respaldó con una ola descarada de risas contenidas. El profesor estaba calibrando la magnitud de su próximo golpe de autoridad cuando sonó el timbre de un teléfono. De su teléfono. Una llamada de su mujer, cuyo enorme vientre habitado ocupaba casi la totalidad de la foto que aparecía en la pantalla del móvil. Se disculpó ante sus alumnos con algún chiste nervioso que no les hizo reír y salió al pasillo sintiéndose injustamente vencido.

    —¿Sí?
    —Corre, estoy en el hospital... ¡El doctor quiere llevarme inmediatamente a la sala de parto!

    El profesor arqueó la espalda hacia atrás como si hubiera recibido el impacto de una bala inesperada. Visualizó rápidamente el vientre de su mujer, el coche, el hospital, el parto, el bebé, y después dio marcha atrás y se vio recogiendo el maletín, excusándose ante sus alumnos. En el aula, todos guardaban un silencio pactado para tratar de escuchar la conversación telefónica. A pesar del vértigo, el profesor registró mentalmente el hecho de que era la primera vez que una clase llena de estudiantes estaba atenta a lo que iba a decir, y eso que ni siquiera estaba subido a la tarima. ¿Habrían escuchado la voz de su mujer desde sus asientos? No, pensó que no era posible, y quiso desengancharse de sus miradas pegajosas, pero no pudo. Le balbuceó a su mujer algo parecido a “tranquila, tardo diez minutos” y se quedó con el auricular en la mano mirando a sus alumnos desde el umbral de la puerta. Ahora sonreían felices por la súbita urgencia que se llevaría al profesor y les dejaría la tarde libre.

    Y entonces vino el grito.

    O, más que el grito, el alarido más lacerante jamás oído. El profesor se quedó sordo de la oreja derecha a los dos segundos. La increíble cascada de decibelios le fulminó el tímpano casi al instante. Estuvo apunto de perder el equilibrio y caerse de costado ante los ojos incrédulos de todos sus alumnos. Pero la urgencia de la situación le ayudó a sobreponerse a las adversidades y también a apagar el teléfono. Con la mano sobre la oreja, comunicó a sus alumnos que se anulaba la clase por causas de fuerza mayor, notícia que recibieron todos con alegría manifiesta y burlona.

    Más tarde, el profesor llegaría a descubrir que el alarido de su mujer había hecho estallar algunos utensilios de cristal en la segunda planta del hospital y que esto había provocado complicaciones de carácter extraordinario. Aunque, al parecer, no las suficientes como para impedir que el bebé viniera al mundo en tiempo y tamaño récord para asombro de todos los presentes. El profesor todavía no había llegado al hospital cuando la enfermera que asistía al parto exclamó “¡Es un niño, es un niño!”, porque cuando esto estaba sucediendo, él todavía estaba esperando a que un semáforo atascado le cediera el paso. Estuvo atrapado en un mar de dióxido de carbono, con la mano derecha sobre la oreja sorda, durante treinta y siete minutos de desesperación. El tráfico no empezó a fluir hasta que llegó un guardia urbano que disolvió la caravana.

    Estás fueron las circunstancias inauditas que rodearon el nacimiento de Daniel. El alarido materno más famoso del mundo, cristales rotos y la ausencia de su padre profesor. Lo que ocurrió dentro del vientre se ha contado ya en otro relato en el que Daniel le prometió a su alma no olvidarla jamás. Esperemos que otro cuento llegue algún día a contarnos las vicisitudes de la vida de Daniel.

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