lunes, 1 de junio de 2009

¿Seguimos?

Qué calorcito más bueno ha llegado. Propongo una lluvia de propuestas para refrescarnos un poquito... ¿Lanzamos diversas propuestas y que cada uno vaya participando en las que le apetezca?

En este cajoncito, caben relatos que incluyan:

1. Una manzana.
2. Nieve.

Saludos/as para todas/os.

Alberto

5 comentarios:

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  2. Después de hablar contigo por teléfono, salí al jardín y vi que una manzana había caído sobre la nieve.

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  3. Ernesto empapó sus manos en el agua bendita y se aproximó al altar. Sudaba de un modo desmedido. Aun así, ella le encontraba atractivo; es más, deseaba uncirse en la piel del hombre que, atemorizado, cauto, se acercaba a su fin.
    Desde la primera fila de bancos, Susan los miraba con desdén. A él, porque siempre le había parecido un ser insulso, un donnadie, un pelele que ahora de repente pretendía convertirse en héroe. A ella, que le esperaba de rodillas junto al altar, con las manos entrelazadas, ansiosa de su carne y de su espíritu, porque seguía siendo una persona aburrida, inexpresiva, aun siendo la reina de las nieves.
    Durante un solo instante, pareció que Ernesto se relamía el labio superior y que ella mordía sin disimulo la manzana del tiempo y estiraba sus dedos tratando de arañar espacios que lo acercaran a sus brazos aún más rápido.
    Susan lo vio tropezar. Aunque pudo reaccionar instintivamente a fin de no caer al suelo, Ernesto quedó desorientado y tropezó contra los muros de piedra como una peonza. Una cuerda asió sus manos y en un instante se encontró contemplando el espacio sagrado desde el lugar que debía ocupar la crucifixión frente al altar.
    La cara de ella fue un mapa del dolor. Susan disfrutaba contemplando las manos descarnadas que arrancaban despacio las certidumbres del rostro de aquella mujer que había acudido al templo para encontrar el auxilio de un dios. Y era un dios, un dios torturado, quien mordía su boca en ese instante, quien desgranaba los botones de su vestido blanco, quien sembraba en aquel cuerpo virgen la semilla del miedo.
    Ernesto, naufragado, clavado en sus propias astillas, lloraba sangre, de impotencia pura, de amor.
    Susan, instantes más tarde, se levantó de su banco. Nevaba. Susan estaba nevando, decididamente ajena a todo. Despacio, tocó con sus manos heladas la frente de ella. Ernesto murió en una convulsión indigna de un rey. Susan cortó la soga, bajó su cuerpo con cuidado y desgranó las paredes del templo hasta dejarlo desnudo para poder depositar el cuerpo del hombre en la primigenia herrumbre de una cueva.
    Al tercer día, volvió en sí. Sudaba de un modo excesivo. La fe se había filtrado entre los descosidos de su cuerpo de arena. Estaba sediento.
    A unos metros de allá, tras la puerta labrada de piedra que un día debió de haber sido la entrada de un templo, se oía el llanto de un niño. Susan le esperaba, desnuda, de rodillas. Él la tomó sin demasiadas ganas. Era incapaz de odiar. Al acabar, más vacío aún, Ernesto no dudó en tomar de las manos de ella una manzana. Estaba podrido. Aunque su cuerpo estuviera incorrupto como los animales -como los viejos dioses- enterrados en la nieve.

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  4. Tiempo atrás estas tierras estaban cubiertas por un manto frío, la nieve formaba parte de nuestras vidas.
    Nací en un pequeño pueblo del norte donde todos sus habitantes tenían algo de rudo y de severos, pero por las noches se reunían alrededor del fuego y les gustaba contar bellas historias. Yo heredé este deseo de escuchar y de contar.
    Me gustan el silencio, el ruido que hacen las palabras justo antes de su particular sonido, esa preparación de la historia que casi puede leerse en la expresión de unos labios.
    Todavía recuerd el sabor de las manzanas al horno, que estando congeladas por el frío sólo eran buenas después de haberlas calentado durante largo tiempo. Añoro esas pausas, esa lentitud de las horas.
    Me gusta sentir todavía el frío, y contar cuentos a la luz de una hoguera.

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  5. La princesse se penche et ramasse le fruit tombé sur l’herbe déjà sèche. C’est un objet aux courbes imparfaites, qui a perdu sa fermeté et dont émane une odeur rancunière, reprochant à mi-mots son retard au cueilleur. Inventeurs et romanciers s’acharnent à chercher la machine à voyager immobile, tandis que les doigts de la princesse parcourent les fripures de la pomme et s’enfilent immédiatement dans le souvenir enseveli sous la neige.


    Vermillon, bombée, inodore, la pomme repose sur les veinures plastifiées d’un panier à fruits. Elle attend nonchalamment qu’on veuille bien la saisir. Mais l’enfant n’a pas faim et regarde le fruit comme elle scrute le mur crépité face à elle. Les mots suaves de sa mère ricochent à ses oreilles, rebondissent sur les meubles et viennent se poser à côté de la pomme. Ils sont aussi peu appétissants que ce fruit trop parfait. Mais la pomme est à la portée de son esprit, elle pourrait la saisir mieux que les rimes sinistres ânonnées par l’adulte : démaristocratie, révolstitution, déchéance, exil.


    Les effluves tenaces de la pomme échouée s’accrochent au souvenir et aux narines de la princesse. La faim a passé et le passé s’efface aussitôt que le fruit s’écrase violemment contre le tronc cagneux.

    Juliette

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