lunes, 1 de junio de 2009

Cuando lo malo es bueno

Sigamos.

¡Vivan las metáforas trilladas! ¡Hagamos que plato rime con gato! ¡Havajo la hortojrafia! Es la hora de desmelenarse literariamente. ¿Quién conseguirá escribir el texto más impresentable? "Era de noche y sin embargo llovía..."

3 comentarios:

  1. Era de noche y sin embargo llovía y los gatos, los gatos tristes, aun empeñándose, no saben hacer faltas de ortografía. Mierda de educación.
    Esta mañana no me ha dado la gana de peinarme mis bigotes. Voy a rascar las cortezas de las árboles, patéticamente, qué coño. Como los putos osos. Como si uno nunca hubiera querido ser un oso. Grrr! Meu! Mierda de gatos, joder. Siempre maullando, en celo permanente, con ganas de bajarse de las cornisas tan a menudo como las estrellas. No busques mis señales. No huelo a gato. Huelo a patético gato. A patético gato sin bigotes peinados, a patético gato sin platos, ni chatos, ni matos, ni atos, ni un diccionario de rimas para jugar un rato.
    Es lo que tiene la palabra. Lo pensé siempre. ¿En qué maldita hora aprendí a hablar? ¿En qué maldita hora dejé de ser un simple gato? Con lo que me hubiera encantado sentarme en las cornisas a matar el tiempo peinando mis bigotes, por pasar el rato.
    Llueve, sin embargo. Y la noche está chupando mi espina, como si me hubiera encontrado en la basura. Y pretenden embargarme los pocos maullidos que me quedan entre las latas. Jodida basura. Por más que pretenda, ni malo ni bueno. Uno es así de tonto. Como la lluvia. Tan patético como la lluvia. Tan franco como la lluvia. Como esta jodida lluvia que emborrona la noche y borra mis faltas de ortogarfía, como el capitán, arañando el aire, como si fuera un árbol, con mi garfio de capitán despeinado.
    Es lo que tiene ser un gato. Un gato con palabras. Pregúntale a Garfield. Ese sí que es idiota. Eso sí, a patético, no me gana nadie. Ningún otro gato. Meu!
    Tal vez fuera bueno que fuera un bicho malo, un gato triste, pero malo. Tal vez debiera venir a arañarte el lomo con mi garfio. Quizá debiera escribirte las palabras al tuntún en el aire de la boca. Patéticamente. Como si fuera un oso y rozara mi espalda en el tronco del tiempo. Por dejar alguna huella, mismamente. Pero a qué dejarte pelos en la lengua. Déjame quererte en la distancia. Como si nos importáramos realmente. Como si nos hubiéramos conocido pateando las cornisas de esta mierda de ciudad. Como si los gatos pudieran beber vino y hablar, hablar a quién coño le importa quién escuche, y ahora fuera de noche y, a pesar de todo, por su propio peso la lluvia me estuviera agujereándome la boca y mis palabras se perdieran para siempre en los charcos. Patéticamente. Como si uno quisiera ser a veces el gato de Peter. Peter Pan, claro. El patético Peter, el que quiso robarme un día este lugar en las cornisas.
    Sí, soy un patético gato viejo. Y me jode serlo. Porque quisiera ser un gato tonto de los que se frotan contra las esquinas buscando gatitas, y se peinan los bigotes como si fuera lo único importante, de los que se piensan que pueden ser gatitos listos cuando sean gatitos viejos. Y uno llega a viejo y sigue siendo un patético imbécil. Y sin embargo llueve, qué cojones. Y me la pienso vever toda. Y si te importa, pues vienes a cantarme las cuarenta y me robas la cornisa; si a estas alturas ya me da lo mismo. ¿Que piensas benir a rascarme la barriga? ¿Y qué? Ya gasté las palabras de verdad, las malas, las que no convencieron a nadie. Y ahora sólo me quedan estos tristes maullidos. Si los quieres, son tuyos. Me queman en la boca. He dejado mis espinas en otras siete noches. Lo que queda de mí, es pura propina. Patética propina. Grr! ¿A que parezco un oso si lo intento? Ten cuidadito si te araño con el garfio. Gatito viejo, tonto y manco. ¿Qué coño más esperas de la vida? ¿Quieres que te cuente un cuento? Conozco siete cuentos. ¿Tienes hambre? Si no te importa un gato sin peinar, jodidamente muerto, empapado, puedes encontrarme en algún puente. Disculpa si desconozco a estas alturas el modo de pasar al otro lado.

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  2. Era de noche y sin embargo llovía. Llovía mucho como cuando de repente llueve mucho. Gerardo estaba en su oficina, sentado en su mesa. Sobre la mesa, una hoja de papel y un bolígrafo. A la izquierda de la mesa, un gran espejo, ligeramente inclinado hacia la pared. En el espejo se reflejaba la mesa en un ángulo bastante inútil. Gerardo llevaba un rato mirando las tres paredes, el suelo y el techo. Ay, perdón, había cuatro paredes. Gerardo llevaba un rato mirando las cuatro paredes, el suelo, el techo, el gato de goma y los jadeos de la vecina.
    Al otro lado de la pared de la oficina, en el cuarto segunda de la finca adyacente, en un piso que debía de medir exactamente 123 metros cuadrados, 120 metros cuadrados hábiles con terraza, la misma superficie del despacho de Gerardo pero como visto al otro lado del espejo, y probablemente con una decoración mucho más cuidada, seguían los jadeos. Ah, ah.
    Gerardo estiró los brazos, estiró las piernas, hizo girar la cabeza como haciendo un calentamiento para un ejercicio gimnástico, pensando en la diferencia entre 123 metros cuadrados y los 120 metros cuadrados hábiles. ¿Qué pasa con los tres metros cuadrados no hábiles? La vecina parecía tener la mente más despejada: ¡ah, ah, ah! Gerardo se secó el sudor de la frente. Cada noche a las 10.00, o a las 22.00, sufría un mareo hiperbólico. Abrumado de tantos cálculos, miraba a su alrededor y todo eran números. La vecina llevaba 16 minutos jadeando. Eso Gerardo no lo sabría si no se lo hubiera contado el reloj de pared, que hacía clic, clic, clic. La vecina, que por cierto se llamaba Elena, bueno Gerardo no lo sabía pero la vio una vez regando las plantas y decidió llamarla Elena, pues Elena jadeaba al ritmo del reloj, ah, clic, ah, clic, ah, clic, ah, clic, ah, clic, ah, clic, y así podríamos seguir durante mucho tiempo, bueno yo tengo mejores cosas que hacer, y tú también, pero Gerardo no. Está claro.
    Gerardo se quitó la americana y la colgó en una percha. Con paso firme, avanzó hasta la pared, evidentemente la pared que le separaba de Elena y de sus jadeos rítmicos, diríamos un jadeo por segundo. Gerardo estaba seguro de que Elena se entrenaba cada noche. De hecho la escuchaba cada noche cuando él todavía estaba sentado en su mesa mirando el reloj que hacía clic, clic, clic. Elena sería como una corredora de fondo, sólo que jadeante. Gerardo se detuvo junto a la pared. Tenía muy estudiado el lugar preciso donde debía de estar la cabeza de la cama, y probablemente también la cabeza de Elena.
    Gerardo cogió una regla semirígida y un bolígrafo de punta semigruesa y tinta seminegra y dibujó una ventanita en la pared, exactamente a la altura de la cabeza de Elena. ¿Qué Elena? Pues la misma Elena de siempre, no hemos cambiado, la del ¡ah, ah, ah!, la vecina, vaya, la jadeadora de fondo.
    Antes de abrir la ventana, Gerardo necesitaba algo que decirle. Siempre hay que decir algo, o eso había oído Gerardo en alguna parte. Lo importante es decir algo. Lo importante es tener algo que decir. Es importante decir. Algo decir que hay siempre. En fin, los anuncios iban cambiando y Gerardo nunca se acordaba de los mensajes exactos. Da igual, pensó. Buscó un papel en el bolsillo. Perfecto, pensó, ya tengo algo que decirle.
    Cuando abrió la ventanita, Elena estaba ya des-jadeando, tumbada sobre su sudor. Gerardo le sonrió y le leyó: Esta clave privada se guarda en la base de datos de configuración y se basa en la contraseña que se introdujo en la primera fase; si ha utilizado un módulo de seguridad de hardware, la clave privada se almacena en el lugar de la base de datos de configuración.
    Por alguna razón que Gerardo nunca comprendería, Elena se cubrió con una sábana gigantesca, cerró la ventanita de Gerardo con sudor y un vaso de cemento que tenía en la mesita de noche y no volvió a jadear hasta la semana siguiente. Gerardo volvió a su mesa y entendió que los tres metros cuadrados no hábiles estaban ocupados por las almas de los inquilinos. Qué alma más grande tiene Elena, pensó Gerardo, esperanzado.

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  3. Hips! La noche se cayó. Je,je! Stá toda rota sobre el suelo. Quita, quita, que la piso! A ver si aprende, la mui pérfida! Hips!
    Sa quedao el cielo como si nada. Si llevara una tiza empezaba a pintarlo a mi gusto. Si parece una... hips!... pizarra.
    Vaya una birria de luna... se rrrrrrrommmmmmpe la noche y desaparece. Estamos apañaos con las calidades. Y eso que no es de protección!
    Ten.. hips!... tengo una miajita de miedo. Si no estuviera viendo la noche rota sobre el suelo pensaría que me he quedao ciego. Por dos copillas de nada. Hips! Je,je,je.
    Mira, paso y no me ven. Igual son los demás quienes se han quedado ciegos. The invisible man! Hips! Ya verás, ya. Voy a coger los cachitos del suelo y arreglaré la noche como un superhero!
    Debe de estar chupao. Con lo bien que se me dan los puzles! (Atontaos, si es tó negro, en dos minutos tá esho, hips!)

    (AVISO PARA NAVEGANTES: este monólogo tuvo lugar la noche antes del diluvio. Se hizo cuanto se pudo para subsanar defectos de reconstrucción, pero ya se sabe... una vez roto, no hay manera de que se acaben las goteras. Adquieran su paraguas en la Sexta planta. Centro Comercial La Tierra les desea un feliz día!)

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